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lunes, 13 de marzo de 2017

La ventana rusa de Donald Trump


Con Donald Trump en la Casa Blanca se abre una ventana de oportunidad para revertir el peligroso deterioro de las relaciones entre los Estados Unidos y Rusia.

El 25 de octubre de 2017 se cumple un siglo del asalto al Palacio de Invierno de los zares en San Petersburgo. Aunque ha ignorado a Lenin y ha rehabilitado a Stalin, nada haría más feliz al presidente ruso, Vladimir Putin, formado en el KGB, escudo y espada del poder soviético, que tener ese día a su lado, en la ceremonia de conmemoración que se prepara en la ciudad donde nació, al nuevo presidente estadounidense.

Significaría que, a pesar del grave deterioro en las relaciones bilaterales desde la presidencia de George Bush, que rompió unilateralmente los límites de misiles antimisiles de 1972 para instalar el 'escudo' hoy desplegado tras su modificación por Barack Obama, su apuesta por el presidente estadounidense más prorruso en la historia de los Estados Unidos, mereció la pena.

Los primeros pasos -la invitación del Kremlin al equipo de Trump para que participe en las conversaciones sobre Siria convocadas para el día 23 de enero en Astana, Kazajistán, y un posible encuentro de los dos presidentes, en las próximas semanas, en Reikiavik, la capital de Islandia, ya se han dado.

Para avanzar, deberían reunirse pronto el ministro ruso de Exteriores, Serguéi Lavrov, y el nuevo secretario de Estado, Rex Tillerson, condecorado con la Orden de la Amistad en 2013 por Putin tras muchos años de colaboración al frente de la petrolera Exxon Mobil.

A nadie se le ocultan las dificultades para convertir este flirteo en una reconciliación sólida. Putin espera el levantamiento de las sanciones por la ocupación de Crimea y de dos regiones del este de Ucrania, el respeto de sus intereses de seguridad en Siria y el reconocimiento de una esfera de influencia en su periferia occidental ex soviética.

Para los pueblos de esa zona, que se libraron del yugo soviético hace sólo 26 años, y para la OTAN y la UE, que han incorporado a muchos de ellos como miembros, sería una renuncia tan humillante y peligrosa como la de Chamberlain ante Hitler en septiembre de 1938, pero no hay consenso y nadie sabe qué acabará haciendo el imprevisible Trump.

Sus reiteradas descalificaciones de la OTAN como una "organización obsoleta", sus más recientes pronósticos de que la UE se romperá este mismo año y su apoyo público al Brexit y al Frente Nacional de Marine Le Pen, las dos fuerzas que más daño están haciendo a la UE, justifican todos los temores.

La confirmación por los servicios secretos estadounidenses de ataques informáticos de origen ruso al Comité Nacional Demócrata para ayudar a Trump a ganar las elecciones y la expulsión de Estados Unidos de 35 diplomáticos rusos, apenas hicieron mella en la visión positiva de Trump sobre Rusia.

No sólo no apoyó la decisión de Obama ni el despliegue, pocos días después, de miles de soldados estadounidenses en Polonia, sino que, en declaraciones al Wall Street Journal, se ofreció a levantar las sanciones a Rusia si el Kremlin colabora en la lucha contra el terrorismo.

La política exterior rara vez es una prioridad en las transiciones presidenciales y en condiciones normales la Rusia de hoy -con una economía estancada, un producto interior bruto inferior al de la ciudad de Nueva York y un presupuesto de defensa diez veces más reducido que el de los Estados Unidos- ni se habría mencionado.

Pero no estamos en tiempos normales y Rusia, con razón o sin ella, se ha convertido en uno de los principales focos de tensión entre la Administración saliente de Obama y la entrante de Trump, y entre el nuevo presidente y la plana mayor del Pentágono y del partido republicano.

En el revuelto mar de tuits y declaraciones sobre política exterior y seguridad -ideas confusas o contradictorias más que planes elaborados-, hay dos promesas que Trump siempre ha mantenido alto y claro: retirarse de (o revisar) los principales acuerdos de libre comercio negociados por sus antecesores y recuperar buenas relaciones con Rusia, a cuyo presidente ha defendido contra viento y marea.

Valiente sin duda, pues apenas un 10% de los estadounidenses -un 40% menos que en 2002, según Pew Research- tiene hoy una opinión favorable de Rusia, lo que prueba la escasa o nula influencia de la política exterior.

Esa pobrísima imagen de Rusia en el electorado responde al bombardeo diario de noticias negativas sobre las acciones del Kremlin en el último decenio, que Putin justifica como medidas defensivas contra el cerco creciente de su país por la OTAN y por el incumplimiento de compromisos adquiridos tras la ruptura de la URSS, aprovechándose de la debilidad de nueva Rusia y de su caótico primer presidente, Boris Yeltsin.

El deterioro de las relaciones con Rusia y China es una amenaza mucho más grave para la seguridad internacional que la del terrorismo de origen islamista, por lo que, lejos de alarmarnos, siempre que se respeten unos criterios justos, los esfuerzos para evitarlo y revertirlos merecen ser apoyados.

Como explica el profesor Robert Legvold en su último libro, Return to the Cold War, por primera vez desde la guerra de Corea las fuerzas aéreas de Rusia y los Estados Unidos están actuando en el mismo espacio en posiciones enfrentadas. Más peligroso aún: se está remilitarizando la relación bilateral y, al mismo tiempo, se está reconstituyendo en Europa un frente central que entraña enormes riesgos.

En el mundo multipolar actual de nueve países con armas nucleares, esta escalada puede resultar más peligrosa que la de los inicios de la Guerra Fría y lo será mucho más si se rompe el sistema de seguridad europeo fundamentado en la OTAN y en la Unión Europea.

La transformación geoestratégica tectónica en marcha en la región Asia-Pacífico también entraña muchos más riesgos con Rusia y los Estados Unidos enfrentados que si cooperan.

Felipe Sahagún
El Mundo, 21 de enero de 2017.

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