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jueves, 30 de junio de 2016

Miriam Acevedo, un icono musical de los 60



No quiero escribir sobre la excelencia de Myriam Acevedo como actriz, sino de la cantante que fue, y que ha sido para mí, no lo niego, un referente de misterio idealizado a falta de un contacto directo, sensorial, pues nunca la escuché, ni la vi cantar. Las búsquedas de grabaciones, discos y viejos programas de televisión han sido hasta hoy infructuosas. Y ahora, cuando sumados los fragmentos de la memoria de quienes la conocieron y de los que sobre ella han escrito, la tengo delante gracias a la magia del cine y la digitalización, entiendo todo lo que suscitó en aquellos contradictorios años de la década de los 60.

Acerca de la Myriam Acevedo actriz se ha investigado y escrito; entre otros, la dramaturga Esther Suárez Durán hace justicia a la estatura que alcanzó en las tablas a finales de los 50 e inicios de los 60, no sólo en Cuba, sino también en otros países. Sin embargo, el comienzo de aquella década acercó a la Acevedo de nuevo a sus orígenes en los escenarios, pues en realidad su vida artística comenzó muy tempranamente ligada no al teatro dramático, sino a la música, como ella misma reconociera siempre.

Descubro lo que al parecer fue una de las últimas entrevistas que concediera la Acevedo: la que en 2009 dio a la periodista Tania Quintero, y en la que narraba: “Comencé a cantar desde que tenía dos años de edad, y a los tres años y medio me presenté en el Teatro Nacional cantando la canción Enamorada. Después pasé a diferentes compañías infantiles, siempre como cantante. Era lo que se decía una niña prodigio”.

Aquella vocecita que hacía su tempranísimo debut en el Teatro Nacional con la Compañía Infantil de Rivera Baz, llamó la atención de los directivos de la CMQ quienes deciden unirla a otra niña que daba también muestras de talento: “Me presenté en La Corte Supema del Arte como cantante y gané todos los premios. Anoland Díaz era también una niña excepcional. Desde pequeña tocaba el piano de afición como una verdadera profesional, era el asombro de todos. Ella cantaba con voz de soprano, y yo de contralto infantil. Y al dueño de la CMQ se le ocurrió que nuestras voces podían hacer un dúo perfecto. Se llamó Myriam y Anoland, el dúo perfecto. Anoland era cubana y era muy jovencita cuando se fue para Panamá con su familia.”

De Anoland en la música no se volvería a saber en la Isla, hasta que su hijo, el cantante y compositor panameño Rubén Blades revolucionara el fenómeno de la salsa con sus letras de crónica social y su ritmo inconfundible. De Miriam, pues se supo y mucho: eligió el teatro y fueron grandes sus éxitos y perdurable el recuerdo de su talento escénico, aunque explicó a Tania Quintero su relación personal entre la música y el teatro: “Cuando entré en la adolescencia no quise cantar más. Comencé a estudiar bachillerato y ese mismo año ingresé en la Academia de Arte Dramático para estudiar teatro. Seguí cantando, entre amigos, y la música fue siempre una pasión. Pero decidí dedicarme completamente al teatro".

Myriam debuta en esa misma academia el caluroso domingo 25 de agosto de 1947 con un papel secundario en la obra El niño Eyolf, de Henrik Ibsen; transita por el grupo Prometeo; merece el Premio Talía por su desempeño en la comedia Un nuevo adiós, y en 1954 protagoniza Las criadas de Jean Genet, dirigida por Francisco Morín. Pasa cinco años en Nueva York, donde estudia en la academia teatral de Stella Adler, alumna de Stanislavski, y hace teatro en Broadway. No me detendré en detallar su exitosa trayectoria sobre las tablas, aunque sí subrayaré un hito especial que sobreviene en 1960: el 16 de marzo se estrena, en presencia de su autor Jean Paul Sartre y de Simone de Beauvoir, en el rol protagónico de La ramera respetuosa, dirigida de nuevo por Francisco Morín, en la Sala Covarrubias del recién inaugurado Teatro Nacional de Cuba, con un importante éxito de público y una crítica fascinada por el desempeño de la genial actriz.

Las páginas de Lunes de Revolución dejarían para siempre lo que la propia Myriam escribiría casi de inmediato y desde su íntima percepción y su vivencia personal al interpretar el personaje de Lizzie: Noche de la ramera es un interesante y ubícuo texto en el que además, Myriam es capaz de transmitir el estado de ensoñación que se vivía en esos tempranos sesenta en La Habana, Cuba. Ya en ese texto, Myriam anticipa lo que sería su próximo gran triunfo sobre las tablas habaneras: Santa Juana de América, de Andrés Lizárraga, para la cual invitaba con certeza de la acogida que tendría su estreno previsto para el 21 de mayo de ese irrepetible 1960, bajo la dirección de Eduardo Manet. Días después llegaría al gran público a través del programa televisivo dominical Pueblo y Cultura.

En 1962 el hotel Capri con su Casino de Capri –aún no había sido rebautizado como Salón Rojo– era el eje de lo mejor de las noches en La Habana, y como no podía ser de otro modo, un martes de marzo de ese año Myriam Acevedo debuta en los llamados Martes del Capri, acompañada por Froilán Amézaga, quien más tarde sería guitarrista acompañante de la gran Elena Burke. “En los años 60, cuando regreso a Cuba después de cinco años en New York, donde estudié y actué en inglés, Rogelio París me propone volver a cantar. Y así comencé a cantar de nuevo, acompañada por la guitarra. Froilán fue uno de mis guitarristas. Nunca escogí entre el teatro y la canción. Creo que dos amores pueden convivir.” Gustó mucho en esas noches del Capri.

El impacto de su desempeño como cantante sería resaltado por el diario Revolución al adjudicarle una mención entre los más destacados del género cabaret en 1963. Este espectáculo tuvo tal aceptación que provocó que la Acevedo fuera invitada a presentarse en China y varios países europeos donde, más allá de subir a los escenarios, fue ávida en explorar y enriquecerse con el teatro y la cultura de los países socialistas de entonces.

Transcurren dos años y Miriam regresa a Cuba con un cúmulo de vivencias e informaciones que influyeron, a no dudarlo, en el contenido de sus propuestas sucesivas, consideradas por algunos como 'parateatrales', y que no hicieron más que nutrir la amplitud del registro artístico de la Acevedo. La ruptura de límites formales y genéricos caracterizó su entrega desde lo musical, donde cabían con idéntica validez la canción, la poesía, la expresión dramática, y hasta la apoyatura en recursos visuales externos.

Las puertas del Teatro Amadeo Roldán se abren en febrero de 1965 a su recital de canciones y textos, bajo la dirección de Rogelio París y que fue, en definitiva, un importante hito en el vínculo de Myriam con la música. Toda de negro, con peinado y look a lo Juliette Greco, se hizo acompañar por Enriqueta Almanza, en el piano y el clavicémbalo; Guillermo Barreto en la batería; Orlando 'Cachaíto' López en el contrabajo; Wilfredo 'Musiquito' Gelabert en saxo y clarinete y Rey Montesinos, en la guitarra. La Almanza tuvo también a su cargo los arreglos, mientras que Jorge Garcíaporrúa colaboró en la adaptación de algún texto. Llama la atención la cuidada selección musical, casi siempre temas de textos sugerentes y armonías difíciles, perfectas para que Myriam Acevedo pudiera explayar su virtuosismo, tan agradecido y aplaudido por el público que colmó el coliseo de la calle Calzada, en el Vedado.

La compositora Marta Valdés, quien ejercía la crítica musical entonces con asiduidad que nunca agradeceremos lo suficiente, nos dejó su texto Una actriz que canta, publicado en la revista Bohemia el 12 de febrero de 1965 y por ella sabremos mucho acerca de la relación entre la cantante y los temas elegidos, es decir, entre ella y la música:

“No fue únicamente a base de situar números más movidos entre otros lentos, que se logró mantener la atención a lo largo de las dos partes del programa: hubo también variedad de timbres de acuerdo con el carácter de las canciones (números acompañados por un instrumento –piano, clavicémbalo o guitarra-, por dos o más en combinaciones en que a veces la voz iba de la palabra al efecto verdaderamente instrumental (La reina que nunca sonrió, Qué rico está el vino).

"Por fin, el aporte de la cantante, trabajando el repertorio a base de varias líneas. Yo diría que hubo tres fundamentalmente: la adoptada en números cantados en el sentido exacto de la palabra (Papagaio pandorga, Agua de beber camará, Sueño, La palomita, Tous les garcons et les filles, Tardes grises, Un día joven, Green fields, Una mirada, Canción de amor de Kanting, La reina que nunca sonrió, Tú me sabes comprender); otra en un estilo de canto casi recitado, cortante (Romancillo, Voy a medirme el amor, No creo en ti, Macorina); y una última para canciones de cierto sentido narrativo, o bien de carácter teatral en las que es un personaje el que canta.

"En esta última línea, junto a trozos hablados aparecían elementos de alguna de las dos anteriores o la utilización de ambas (Callecita estrecha, Balada de los tres gatos, Surabaya Johnny, Qué rico está el vino). Fue en esta línea donde la Acevedo dio importancia al movimiento escénico, en función del personaje, desde luego, nunca diciendo con el gesto lo que la palabra comunica. Aparte del despliegue de capacidades que todo aquello trajo, hubo momentos sobresalientes en los números interpretados sobre la primera línea que propongo, en los cuales se demostró el sentido musical y el buen gusto de Miriam en matices vocales de gran expresividad que seguramente habrán dejado clara su condición de cantante (además de actriz) y no de actriz que canta", afirmaba Marta Valdés en la revista Bohemia.

Dicen que los aplausos delirantes obligaron a Myriam a hacer cuatro encores, dos de los cuales eran ya éxitos en su repertorio: Se equivocó la paloma y Sans toi, balada francesa que se haría muy popular en la década de 1960. Junto al teatro dramático, Myriam Acevedo continuó cantando, sin dejar dudas acerca de sus motivaciones para hacerlo como necesidad expresiva.

Cantó, se recuerda, en la Casa de la Cultura Checoslovaca, espacio cultural en 23 y O, en La Rampa habanera que brillaba con un destello que se tornó sospechoso para algunos. Pudo elegir siempre entre la compañía del piano o la guitarra: la memoria nos trae, al menos, los nombres de los muy jóvenes entonces Sergio Vitier y Rey Montesinos, en la guitarra; Frank Fernández, en el piano.

De su trabajo con la Acevedo en el recital del Teatro Amadeo Roldán, Montesinos rememora: “Lleno totalmente con público sentado en el suelo de los pasillos y otros de pie al fondo de la platera, y en medio de eso, presencié el silencio posiblemente más grande que yo haya visto en mi vida, mientras Myriam cantaba Pónme la mano aquí, Macorina, o una canción de Brasil que se llama Papagaio pandorga.

"Comencé a trabajar con ella gracias al guitarrista Froilán Amézaga, quien me enseñó el repertorio de Miriam tal y como él lo tocaba; así mismo yo lo hice todo el tiempo, nota por nota, como las ponía Froilán, pues si por casualidad yo le invertía a Myriam el orden de las notas, ella se daba cuenta y me decía: 'ese acorde que me pusiste está bien, pero no es igual al que siempre me pones' y yo lo único que había hecho era que en lugar de do-mi-sol, le había puesto do-sol-mi, y ella lo notaba, pues tenía un oído tremendo, siempre había que hacer las cosas como se habían ensayado. Es posiblemente la cantante más profesional con la cual he trabajado, pues todo lo hacía a la perfección e igual como lo hacía siempre. Recuerdo que cuando cantaba Papagaio pando, que ella decía era una canción que hablaba de un papalote, yo, que era el acompañante y estaba acostumbrado a como ella lo hacía, llegaba a ver el hilo del papalote en el aire, así que imagínense el público", recuerda Rey Montesinos.

Ocurrían más cosas esperanzadoras en esa década en La Habana: Felito Ayón y un grupo de amigos inauguran en agosto de 1960 un espacio singular, con un atractivo que estaría no sólo en el encanto de aquella casona hermosa revestida en su interior de cuadros de la vanguardia cubana, sino en la peculiaridad de músicos, artistas e intelectuales, melómanos y recién enterados, que establecieron una interesante y fecunda interrelación en la que ganó la música, el teatro, el arte todo.

Si consideramos la alta cultura y las vivencias mundanas de Ayón y sus amigos, podríamos especular que su nombre fue elegido por ellos para remedar el del famoso café-concert Le Chat Noir en los Folies Bergère, uno de los más populares y míticos en el París de finales del siglo XIX, creado en 1881 por Rodolphe Salis, en pleno barrio de Montmartre, y donde se mezclaban el canto, la danza, fragmentos de piezas teatrales y hasta la presentación de payasos y artistas circenses.

El Gato Tuerto, ese recinto hoy desdibujado de su signo inicial y que desde su elevado ambiente se permitió el descenso vergonzante hasta la sinrazón, será importante en la historia de la música cubana de los 60 por más de un motivo que ampliaré de modo especial más adelante en en el blog Desmemoriados, pero ahora es Myriam Acevedo quien nos llama a centrarnos en el impacto de su presencia y su arte en el más famoso café-concert que tuvo alguna vez La Habana, donde fue presencia obligada y ya hoy mítica.

Su propuesta transitaba por la canción, la poesía y lo dramático y era, según se dice, algo así como lo que hoy llamamos performance con una altísima originalidad y fuerza sin límites, sin barreras genéricas, abierta a toda manifestación que reforzara la intención creativa y de comunicación con el público, a partir de una entrega desprejuiciada, algo muy avanzado si analizamos el panorama artístico en las noches de la Cuba de los sesenta. Aún es preciso profundizar, pero si fuera cierto que fue en 1961 cuando M. Alezra abrió en París una especie de taberna que más tarde sería considerada como el primer café-teatro en el sentido y formas que hoy conocemos, habría que alertar de que ya por esos días Myriam Acevedo hacía algo similar y muy transgresor en El Gato Tuerto, en La Habana.

En la citada entrevista con Tania Quintero, la Acevedo afirmaba: “Yo convertí El Gato Tuerto en un teatro-cabaret, donde cada semana tenía lugar un espectáculo distinto. Mi marido Jorge Carruana y yo, creábamos y dirigíamos esos espectáculos. Jorge era pintor y cineasta. Y se nos ocurrió hacer un programa con Virgilio Piñera, donde yo cantaba y Virgilio declamaba sus versos. Este programa con Virgilio duró dos semanas, fue una verdadera revolución.”

A inicios de la década de 1960, ya Myriam era musa de la intelectualidad noctámbula habanera, en especial, del grupo nucleado en torno al semanario Lunes de Revolución, y no necesitaba de ardides promocionales para hacer coincidir a incondicionales y neófitos en sus presentaciones.

Muchas noches se hizo acompañar en El Gato Tuerto por la guitarra de Sergio Vitier, sobre todo cuando reapareció en diciembre de 1966. Un mes después, los espectáculos de Myriam seguían siendo noticia creciente: “Lo mismo lee un cuento de Cortázar, que canta y recita una canción del siglo XVI o lee a Borges. En su repertorio se encuentran, entre otras composiciones Algún día, de Pablo Milanés y Yesterday, de Los Beatles”. De ser cierto –como parece serlo- esta referencia de la musicóloga Adriana Orejuela a la canción Yesterday, de Paul McCartney, Myriam Acevedo se colocaría entre las primeras, si no la primera voz en llevar la música de los chicos de Liverpool a un espacio público en Cuba, en momentos complicados para la música anglosajona en la Isla.

Durante el siguiente año, 1967 se le podía ver durante varios meses –al menos hasta julio- en El Gato Tuerto, donde compartía cartel, entre otros, con el cantante Bobby Jiménez, y afianzaba sus personalísimas versiones de La cleptómana o Boda gris, al tiempo que Virgilio Piñera leía sus poemas, en un espectáculo de raro e irrepetible encanto.

La Acevedo va a influír en algunas cantantes de la época, como Maggie Prior y, en opinión de Rey Montesinos, también en Yolanda Farr. Años después, en 1973, el trabajo de María Eugenia García en Teatrova, dejaría ver también la huella de quien fue la primera y a la vez insuperable artífice del canto, la palabra, el texto y lo dramático.

Myriam Acevedo en El Gato Tuerto fue noticia en La Habana de entonces, por eso en su edición del 13 de febrero de 1967, el Noticiero ICAIC Latinoamericano le dedicó unos minutos mostrando, en el mismo sitio a donde acudía cada noche a cantar, una de las múltiples aristas de su entrega.


Son las únicas imágenes audiovisuales que se han podido encontrar de Myriam Acevedo en Cuba, precisamente en su último año en Cuba, hoy digitalizadas como parte de un acuerdo entre el ICAIC y el INA de Francia.

En 1968 Myriam Acevedo viajaría con un permiso para trabajar fuera de Cuba; termina radicándose en Roma, Italia, donde morirá muchos años después, el 22 de julio de 2013, a los 85 años de edad. También es éste, al parecer, el único registro como cantante, pues hasta donde sabemos, Myriam Acevedo nunca grabó un disco. Aun así, no pierdo la esperanza de que en alguna parte aparezca una vieja y olvidada cinta con su voz o con su imagen. Valdría la pena tener un poco más de ella.

Agradezco a Jaime Jaramillo, Rey Montesinos y Bobby Jiménez por la colaboración imprescindible.

Rosa Marquetti Torres
Desmemoriados. Historias de la música cubana, abril de 2016.


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